Apuntes tras el encuentro con La Construcción de Uno Mismo, de Michel Onfray
Podría decirse que si uno se implica demasiado en la realidad, se destruye; si se aleja demasiado, se desintegra.
Toma su vieja navaja y emprende la tarea contra el árbol.
Traza la C, luego la R; sigue la O, la A, la T, otra A y la N. Croatan. Nos
fuimos. Nos desconectamos. Apresurar la tarea para seguirle el paso a la tribu
y dejar atrás aquel punto en que somos extensión del imperio y la civilización.
¿Por qué nos vamos? Porque nos
cansamos, porque hay una tarea urgente que exige la retirada. Así, como un
hermoso batallón que al final de una tarde de roja y naranja sangre echa para
atrás y en la noche, entre el bosque oscuro, avanza silencioso para volver más
fuerte a encontrar al enemigo en el alba. Quedarse es seguir actuando bajo las
moralinas que rigen el juego del nosotros. La urgencia es irse para emprender
la construcción de uno mismo: la moral del Condottiere.
Lo primero es eso, desenchufarse.
Tarea ardua que exige cortar una a una las cadenas que más aprietan al ser,
aquellas para las que, incluso, se siente una obsesión dañina. Las cadenas, las
redes sociales, por ejemplo. ¿Cómo se puede esperar que se emprenda la
construcción de uno mismo, pasando el día dándole al scroll en el desfile de
egos y caretas que opacan aquellas existencias sutiles que se disfrutan? ¿Intentando
no quedarse atrás en la competencia por postear la última ocurrencia divertida,
la mejor foto, el mínimo logro maximizado?
Entonces se da de baja y se
larga, como Cristo al desierto. Y como el Cristo, se puede volver una vez que
el cuerpo se ha purificado y el espíritu afinado, forjado la lámpara con que se
alumbrará el camino en búsqueda del hombre. La lámpara de Diógenes. Renunciando
a todo para, desde la penuria, aprender a ser fiel al deseo propio, a nuestra
naturaleza y no a la campanita de Pavlov que nos lleva por la avenida comercial
salivando. Entonces se regresa fulgurante, excelso, y es posible obrar milagros.
Diógenes o Epicuro o bien, Juan
el Bautista. También es posible no regresar nunca, el exilio no puede ser tan
malo. Vivir en el jardín o en el desierto. La montaña va a visitar a Buda, si
él así lo desea. Pero para que la montaña ande es necesario hacer valer la
voluntad de ser. Resplandecer, decía antes. Atraer a los iguales, comunidad
afectiva, tentar al resto a jugar con nuestras reglas.
Cada cierto tiempo puede volver a
tomar provisiones pero el centro de su vida no es el centro de la sociedad. Ese
es un centro político y por lo tanto, un centro de poder. Cuando todos optan
por sus propios exilios nace el archipiélago, más rico y divertido que la isla.
Más diverso, una constelación de singularidades.
Así la vida no pasa en la
Academia de las buenas costumbres de Platón, un café en que los bellos
filósofos se juntan a sorber lento y hablar de la pesadez de la modernidad sino
en el Jardín de Epicuro: una comunidad afectiva, insisto, en que toda filosofía
se hace pragmática porque la teoría que no se acompaña de la experiencia es
mero oro brasileño.
Y en la ausencia, sin la vista de
los demás, tiene tiempo para llevar un árbol frondoso que es su propio cuerpo y
esculpirlo. Tiene tiempo de escribir sin prisas. Desenchufado busca a sus
queridos en el cara a cara y como montar relaciones directas con todos es
imposible, aprende a ser selectivo en sus afinidades. No quiere más la caverna
de las sombras. Afuera de la red están los cuerpos. Afuera de la red es
ilocalizable y por lo tanto, un pez transparente que escapa a los pescadores.
*Todas las ilustraciones son de la serie Espacios Ocultos de José Manuel Ballester.
*Todas las ilustraciones son de la serie Espacios Ocultos de José Manuel Ballester.
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