“El dolor de la bestia
aturdida en la mente del mono”. Scott Fitzgerald
Cada vez que me planteo un
nuevo libro, ese epígrafe aparece frente a mí para abanderar la avanzada. Apenas
tengo un recuerdo lejano de lo más cercano a estar en un estado de lucidez
mental con todas las ideas bien colocadas unas con otras, con un plan claro
para ejecutar la empresa. La mayor parte del tiempo lo pierdo quitando
escombros y más escombros.
Siempre me creí un tipo
ordenado bajo el tonto respaldo de mi obsesión por visitar la librera para que
los libros vayan del más alto al más pequeño, del más grueso al más delgado, o
privilegiando el año de edición o los libros según su autor. Nada de eso me
respalda como alguien ordenado, ni eso ni el asegurar en el ropero que primero
vayan los suéteres y luego las playeras.
Nunca había escrito tanto en
mi vida como en las últimas semanas. Terminé dos libros y entre tanto, otros
escritos por los que me pagan. Es una dicha, poder decir que estoy viviendo de
escribir (cuasi única cosa que sé hacer) en un país tan cruel y estancado como
Guatemala (que no deja de recordarme que para mí edad y para los que como yo no
han cerrado la universidad, un call center es una buena opción. La maquila
correspondiente para la juventud clasemediera).
Pero el problema en este
momento está en mi cabeza. Mi mente no es una flecha. Es proporcional a un
equipo de fútbol sin dirección, sin un Xavi (Alonzo o Hernández) que organice
el juego. Mi mente es una licuadora. Debo pasar de escribir ahora con mente de
profesor de idioma, luego de Hans Christian Andersen, después de periodista,
otrora de un José Luis Brea chafa, mañana meterme en la cabeza de un perro,
luego en la de un funcionario público con planes de desfalco.
Dígase una delgada línea entre
el trastorno de personalidad múltiple y el síndrome de Diógenes. Por allí me encuentro (y me pierdo).
Trabajo contra reloj (y me
distraigo escribiendo esto, por ejemplo). Hace algunos años tenía un reportaje
que escribir y tanta presión encima que una noche me soñé escribiéndolo, por
suerte lo soñé con tanta atención que lo recordé y a la mañana siguiente el
camino ya estaba trazado. Hoy no ha sido el caso. Sigo buscando una brújula.
Creo que era Flaubert, y su
obsesión por la palabra exacta, que escribía hasta ocho horas seguidas para
producir tres páginas. Escribir, editar, reescribir. Escribir, editar,
reescribir. Sólo así una vida puede alcanzar para redactar una docena de monumentos
sin necesidad de tener un ejército de negros monos redactores que firmarán bajo
el nombre de Corín Tellado.
Alguien contaba que un día
Flaubert escribió cinco páginas. Ese mismo día murió de una congestión cerebral
dejando inconclusa Bouvard et Pécuchet.
La misión
entonces es no sucumbir en el intento. Tomar a la escritura por el cuello,
adoptar la disciplina de quien todas las mañanas debe sí o sí sentarse a
deshacer la hoja en blanco. Esa onda de la inspiración, no viene al caso.
Hora de volver
a mis tareas.
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