Su estrella ya no era el centro
de la galaxia del fútbol. Se había desplazado lejos de aquellos años gloriosos
de azulgrana; entre las coordenadas rossoneras y su vuelta a Brasil, esa
estrella apenas era un lucero. Brillaba cada vez que quería y aquel día, aquel
6 de octubre de 2010, no había forma de presagiar para el astro una noche como
aquellas de París o Barcelona.
Esa sonrisa de un Jar Jar
Binks que reflejaba en su dentadura el resplandor de la Fuerza hacia la parte
más oscura de la Estrella de la Muerte, escondía eso precisamente: un luto. El
luto de haber perdido a su padre cuando aún era un niño. Tantos años y tantos
goles después la muerte volvió a jalarlo de la camiseta cuando su vida se
enfilaba a la portería del tranquilo retiro. Aquel 6 de octubre de 2010,
minutos antes de saltar a la cancha, a Dinho le avisan que su padrastro ha
muerto.
Esa noche pudo haberse
regresado a casa, pudo haberse quedado en la banca o fingido una lesión, uno de
esos “resentimientos musculares” con los que cambiaba el Camp Nou por la disco.
Y nosotros se lo consentíamos. Igual no era este un partido de Champions, no se
definía una liga, era un partido cualquiera, Atlético Mineiro contra
Figueirense, jornada 28 del Brasileirao.
Entonces sucede.
Minuto doce de juego, un tiro
de esquina jugado en corto le ofrenda el balón a sus pies. Emprende una pequeña
carrera mientras dos defensas le esperan como torres custodiando los linderos
del área. Entonces que suelta un golpe con la propulsión de la parte interna de
su pie derecho. Entonces ese pie ya no fue cualquier pie, fue el mismo que un
día consiguió la ovación del Bernabéu en una carrera mortal que dejó tirado a
Casillas, el mismo que convirtió en piedra a Peter Cech en la primera versión
de la tragedia de Stamford Bridge.
Es cuestión de segundos. Los
defensas ven el balón por los aires como el hombre que en la noche prehistórica
descubre un cometa que incendia el cielo.
Mejor dicho, todo el estadio lo ve como quien sabe que si parpadea se
pierde el milagro. Es entonces que se dibuja una curvatura perfecta, que aunque
el portero intenta manchar con sus guantes, puede más que él y se clava en el
punto perfecto en que los dos parales se unen.
Por un breve momento Dinho ha
vuelto a ser un sol, un solo que vuelve a arder con el combustible del amor, el
dolor y la muerte. No correrá rumbo a las gradas agitando sus manos, sintiendo
el pelo ondearse por el aplauso de la hinchada. Esta vez se voltea y no puede
creerlo. El estadio se vuelve loco, sus compañeros corren tras de él. Dinho
está hincado, como Hamlet llorando ante el fantasma de su padre. No hay abrazo
que lo consuele, ni marea en las gradas, ni la Copa del Mundo del 2002, ni el Balón de Oro del 2005. Nada.
De la montaña de jugadores que
lo cubren el astro se levanta, mira al cielo, mira a la tierra, vuelve los ojos
al cielo. Levanta su mano. Llora. Llora, el diez que como nadie reflejó la
alegría del fútbol. Ha hecho uno de los goles más hermosos de su carrera, ha
hecho su gol más triste. Un réquiem.
El Estadio Libertad está loco.
Aquella noche el marcador termina con un 6 a 0, con otros dos goles de
Ronaldinho y una asistencia. Más tarde la grama dormirá bajo la brisa de la
noche, el tablero y los reflectores se habrán apagado. Frente a los graderíos
vacíos, un balón cruza por los aires.
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